Ahora hablaba de la antigua luz de las galaxias que viaja durante un millón…, un billón…, ¡un trillón! de kilómetros para alcanzarnos.
– Incluso aquí – dijo -, en esta mesa, la luz que es la imagen de mis ojos tarda un tiempo, un tiempo ínfimo, infinitesimal, pero un tiempo, en llegar a los suyos, y por eso, allí donde miremos, por todas partes, estamos mirando el pasado.”
John Banville es un reputado escritor irlandés que escribe en este libro la historia de un actor que recuerda su iniciación amorosa a los 15 años con una mujer de 35, madre de su mejor amigo. El descubrimiento del cuerpo, del sexo, de la pasión, de la voluptuosidad y de la sensualidad con una mujer que le corresponde más allá de lo prudente y que le dejará la marca del recuerdo para toda la vida, como una antigua luz.
“Los cisnes, con su belleza estrafalaria y sucia, siempre dan la impresión de mantener una fachada de indiferencia tras la cual realmente viven una tortura de timidez y duda”.
La antigua luz (the ancient light) es también un derecho que existe según el cual, “el cielo debe quedar visible en lo alto de una ventana vista desde la base de la pared opuesta”, y que en español se llama la servidumbre de luces, el derecho a disfrutar de la luz como bien común del que nadie tiene la propiedad. Una luz que nos deja ver el pasado como una servidumbre. Y así es recordado ese amor, como un amor incierto y urgente, un amor pasajero desde el principio, una relación condenada al escándalo y atenazada por el miedo, condenada a un final abrupto, condenada a un mal final pero a un extraordinario recuerdo.
Banville juega en primera persona con Madame Memoria, que no es nombrada como Señora, ni como Lady, o sea que tiene algo de puta y algo de pérfida. Y reconoce el recuerdo aunque no siempre lo distingue de la imaginación, pero es capaz de ver la realidad de lo que pasó entre los dos amantes, la luz que dejó en su vida. Y esa es la historia de Antigua luz, por más que Banville entrecruce otras dos historias que interesan menos (y que a veces incordian mucho y que resultan una pesadez) y que son la continuación de otros libros o que terminarán en otras novelas aún por escribir.
Un libro con una prosa esculpida que a veces sorprende y a veces desconcierta. Imágenes como “desvergonzados tomates”, “pasillos vermiformes”, “dedos gélidos e insidiosos del viento”, “escéptico césped”, “hechizo mefítico” o “incertidumbre leporina”. O ese beso del que no sabes qué pensar, porque ella “tenía los labios secos y los encontré quebradizos como el ala de un escarabajo”, o el pueblo que es imaginado como un panóptico… Un libro para aprender vocabulario, suponiendo, claro, que el traductor no se haya venido arriba y se le haya ido la mano: fetor, aulagas, estadizo, efulgencia, icor, helor, sofistería, chaparrerías, giróvago, galochas, chacoloteo, falordia, motacila, ménade, amalfitano, obduración, calistenia…
A este autor probablemente le darán el Nobel. De momento, es duque en el reino de Redonda. Así es que habrá que leerse algo más de él.