La primavera está muy sobrevalorada. Claro, uno viene del largo invierno, de los días oscuros y cortos, de las noches oscuras y largas, y de pronto, al ver un rayo de sol un poco más brillante de lo normal, se emociona y empieza a quitarse ropa. Y de ahí tantos catarros. Eso si no tienes una alergia terrible a algo, y entonces es cuando la primavera te las hace pasar canutas. Hay quien vive la primavera muy equivocadamente y también quien la vive con resignación. Es lo que tiene mirar el calendario y pensar que los cambios de clima sobrevienen de golpe y porque lo pone en un papel.
La primavera se asocia a la juventud, al principio de algo, al amor, a la música alegre (cuánto daño ha hecho Vivaldi), al color, al calor, pero no es más que una convención y un exceso de poesía, porque en primavera también salen los abejorros, esos seres monstruosos, y los zánganos, esos seres inexplicables, y otros muchos bichitos que se dedican a ir de allá para acá incordiando a las flores y descolocando cosas, y expandiendo su ineficiencia un poco por todas partes. Es la época del ZZ-PAF. En cuanto al rayo de sol y a la temperatura amable, todo depende de dónde se viva, en esto convendrán conmigo, porque en Finlandia la primavera es cuando el invierno se suaviza y poco más. Y en el Trópico, o en el ecuador de la Tierra la primavera tal y como la entendemos nosotros es una estación irrelevante, aparte de que la parte del flower-power, con su carga de liberación, se toma con menos urgencia y probablemente con menor cursilería.
En fin, la primavera dura en principio lo mismo que el resto de las estaciones, de las que viene y a las que da paso de forma irremediable. Pero en el fondo, si se fijan, la verdadera primavera es cosa de un par de días: enseguida llegan la sequías del verano, justo cuando las noches dejan de ser terriblemente frías.
No se fíen de la primavera. Ni aunque sea árabe.