La coquetería en las personas no es algo que me moleste demasiado, por no decir que no me molesta en absoluto. Y vaya por delante que yo no soy coqueta, o no lo soy mucho, que en esto, como para casi cualquier cosa, hay niveles: básico, avanzado, y matrícula de honor. Yo me quedo entre un básico + y un avanzado -, o sea lo normal. Por otra parte, debo decir que los genes no se han portado demasiado mal conmigo, y que a poquito que me peine, puedo hasta tener cara de niña buena y ofrecer un buen aspecto. Claro, que cada vez me cuesta más, porque si a los 15 era una monada de niña, a los 20 una chica tirando a guapa y a los 30 una mujer de buen ver, ahora ya ando que no sé si voy para jamona o para mojama, y mientras el cuerpo va decidiéndolo por su cuenta, yo trato de resistir con un buen presupuesto en cremas y no poco buen humor.
Como todo en la vida, hay cosas que se aprenden en casa. Mi padre no era en absoluto un hombre presumido, pero iba siempre impecable, en un tiempo en el que los hombres no se echaban aceites ni David Bechkam tenía barba que recortarse. En cuanto a mi madre, es una mujer pulcra que tiende al despiste estético, así es que la llegada del moño a su vida ha permitido que, en el arte de ir despeinadas, hayamos dejado ya de parecernos. Si vamos a mis dos hermanas, faro de mi juventud y espejo en el que me miro con menos pudor que piedad, parten de una base fisicamente más agraciada y, sin ninguna duda, me superan en coquetería. Todo esto para decir que en mi familia, eso de cuidarse la piel, ir depilada, llevar el pelo limpio y sin canas visibles, ponerse los zapatos lustrosos y la ropa planchada, y mirarse al espejo para atusarse antes de coger las llaves, son cosas que están pero que muy bien vistas. Y será por costumbre, por afición o por devoción, pero la verdad, no creo que ir aseada y arreglada sea algo que le cueste mucho trabajo a nadie.
Todo esto viene a cuento de algunos comentarios con los que me he cruzado últimamente en los que se despotrica – supongo que esa es la palabra adecuada – contra el arreglo femenino y los modelos de belleza. Los nuestros, los occidentales, no los que imperan allí donde es de buen tono meter a un misionero en una cacerola y merendárselo, o en esos submundos en los que verle a una mujer la tercera falange del meñique exige lapidación. Por lo visto, depilarse las ingles o ponerse tacones es una concesión a una sociedad machista y retrógada que nos reprime, además de constituir la prueba indudable de falta de cerebro y ausencia de bondad. O sea, que si te pintas las uñas, es que no tienes ninguna belleza interior y encima estás completamente alienada. Ay, Jesús, las sales.
Hombre, yo comprendo que si eres una especie de albóndiga con bigote y tienes cara de taza, se te haga muy cuesta arriba lo del maquillaje y los tacones, y te dé pereza hasta levantarte de la cama. Pero si tiras de ti, con una buena cremita, la ropa adecuada y a lo mejor unos taconcillos de cuatro centímetros, y sobre todo, haciéndote el labio en la peluquería (el tirón es un segundo, te lo digo yo), al menos se te pasará la grima al mirarte en el espejo. Así es que yo creo que todas esas chaladas que protestan contra las uñas pintadas, las falditas cortas, los tacones generosos, la raya en el ojo, y el lipstick de Estée Lauder, lo que les pasa es que, además de albondiguillas, son unas vagas que prefieren abandonarse a una axila con pelos antes que intentar tener un aspecto que no provoque el mismo shock que provoca un gusano en la ensalada: sí, es muy natural, pero da bastante asco. Y la pereza es tan pecado capital como la vanidad, que en eso no hay perdones de primera y de segunda.
Hay que ser muy guapa y estar muy bien hecha para permitirse el lujo de la naturalidad total. Y como eso es la excepción, es de agradecer que las mujeres se tomen alguna molestia (sólo un poquito, un si es no es) para que, lo de estar monas, no se convierta en una descripción literal. ¿Que todo es una convención social y cultural? ¡Naturalmente!