Todo lo que era sólido

todo_lo_que_era_so_lidoEste es el último libro de Antonio Muñoz Molina. No se trata de una novela, sino de una mirada sobre lo que nos está pasando. Y Muñoz Molina hace un análisis con una lucidez pasmosa, sin levantar la voz, sin recurrir a nombres, sin acusar a un bando o a otro. Y cita a Ortega: “O se hace literatura o se hace precisión o se calla uno«. Para inmediatamente después contradecirle, tal vez porque es consciente de que, en el diagnóstico preciso que hace, lejos de callarse, realiza un magnífico ejercicio de literatura.

Muñoz Molina cita a un autor extranjero del que sólo conoce una frase: viajar al pasado es viajar a un país extranjero, es ir a otro país. Y le basta con acercarse al año 2006, porque «El recuerdo engaña, porque la memoria es mucho más frágil e infiel de lo que parece y porque al proyectar hacia atrás lo que sabemos ahora nos convierte en adivinos del pasado«, y por eso nos va recitando los titulares que todos leíamos sin asombrarnos, sin comprender que vivíamos en el «retablo de los milagros», sin que nadie se diera cuenta de lo que nos estaba sucediendo. Entonces todo era sólido, y ahora ya no hay nada. Y hoy nos sigue pareciendo todo sólido, pero hasta lo inverosímil puede suceder.

Y tiene para todos, pero sobre todo para una clase política invasiva, demencial en su voracidad y su protagonismo, y para unos medios de comunicación apesebrados. Cómo la clase política no ha dejado ni un palmo de terreno a la sociedad civil y se ha instalado en cada decisión y en cada noticia. Cómo lo importante es comunicar y se asombra cuando dice que «el que un verbo transitivo se haya convertido en intransitivo es un indicio gramatical de la trapacería que oculta«. Nos hace ver cómo se ha legalizado el abuso, cómo se ha instalado el circo y la superficialidad,  el despilfarro y el descuido, el maltrato a todo lo que fueran obras bien hechas y duraderas. Cómo nos hemos dedicado 30 años a regañar entre nosotros, a discutir, a gritar, incapaces de llegar a un acuerdo sobre nada y en distinguir lo que es importante y es para todos. Hace una crítica feroz a los nacionalismos, a esos regionalismos empeñados en resaltar las diferencias, a toda la mentira y la envidia y el egoísmo que lleva asociado. A la incapacidad de ponernos de acuerdo en lo operativo, en lo práctico. Dice: «durante demasiado tiempo, en los años del delirio, cualquier apelación a la virtud cívica o a los valores morales sonaba a antigualla reaccionaria y provocaba el escarnio«. Y así nos va.

Y si has llegado hasta aquí y eres liberal, o medio de derechas, tal vez digas: «Claro, Antonio Muñoz Molina es un rogelio y alza la voz ahora, cuando no están los suyos en el poder». Y si eres de izquierdas, tal vez digas «Antonio Muñoz Molina es un traidor a la izquierda». Y ese es nuestro mayor pecado: el ser o de derechas o de izquierdas, el ponernos orejeras y no querer saber, no querer comprender lo que piensan los demás, la incapacidad de no pertenecer a un bando. Porque ahí empieza el conformismo, ése que nos hace votar una vez detrás de otra a tipos que llevan 20 años arruinándonos, ése que nos hace decir, ante un caso de corrupción o de incompetencia, «y tú más», sin darnos cuenta de que ése «y tú más» no elimina la culpa o el delito. Yo no estoy conforme con algunas de las cosas que dice en su libro, pero el conjunto de su crítica es muy lúcido, y el fondo de su denuncia, certero.

AMM nos llama a rebelarnos, a no aceptar como normal no que no es en absoluto normal. Se trata de un libro que hay que leer porque, además de explicar lo que nos está pasando, nos ayuda a temer lo que puede pasar.

Quiero aconsejaros que leáis también otras dos reseñas que han hecho dos de mis co-bloggers del Club de Lectura porque las hacen mejor que yo y porque os terminarán de convencer de que es un libro que vale la pena. Están AQUI y AQUI. Y os dejo con dos citas del libro, que me han gustado mucho:

Hemos vivido descuidados de los actos y enfermos de palabras, más atentos a su sonido que a su correspondencia con la realidad, lo cual quizás es propio de un país dominado durante siglos por teólogos, predicadores, leguleyos y demagogos, por oradores que hechizaban con torrentes de palabrería, por histriones subidos en púlpitos de iglesia, en mesas de conferencias, en tablados o en mítines. Las palabras han alimentado el delirio y al mismo tiempo, bajo su cacofonía la realidad de lo que estaba sucediendo: el robo generalizado, la supremacía de la incompetencia, el ensanchamiento de la brecha entre los pobres y los ricos, entre los beneficiarios de una educación de calidad y los destinados a la ignorancia y al atraso.

Pareció que no importaba ser mediocre o ser ignorante o venal para hacer carrera política, y ahora que necesitamos desesperadamente dirigentes políticos que estén a la altura de las circunstancias y que sean capaces de tomar decisiones y llegar a acuerdos nos encontramos gobernados por toscos segundones que no sirven más que para la menuda intriga partidista gracias a la cual ascendieron, todos ellos, mucho más arriba de lo que se correspondía con sus capacidades.