Cambiamos este mes de fecha para comentar el libro del Club de Lectura, que lo pasamos al día 1. En esta ocasión, hemos leído “Algo va mal”, de Tony Judt. Aquejado de una esclerosis lateral terminal, Judt escribe este libro, que quiere ser un diagnóstico pero no acaba de serlo, quiere ser un testamento pero no acaba de serlo, y se queda en un conjunto de reflexiones sin remate, en un ensayo deslavazado con alguna que otra trampa. Sin embargo, en esta época de tanto griterío, se agradece la presencia del intelectual y del estudioso, y creo que se deben leer libros que te hagan pensar, aunque sea para discrepar. En el caso de Judt, tenemos delante la defensa sin fisuras de la socialdemocracia, de la presencia del Estado como bien supremo, de la creencia que éste nos resolverá todos los problemas con su papel benefactor y justo. Sin embargo, Judt, tal vez ya muy impedido por su enfermedad, no acaba de estar a su propia altura, y por momentos me ha recordado al librito basura del tal Hessel, a quien el espíritu de Descartes confunda.
Judt parte de la construcción del Estado del bienestar que tiene su origen en la reconstrucción que se emprendió a partir de la devastación provocada por la Segunda Guerra Mundial. Y razona correctamente cuando dice que nuestros abuelos construyeron un mundo mejor, más justo, más próspero y menos desigual. Atribuye este esfuerzo de reconstrucción a las ideas socialdemócratas, aunque admite que desde De Gaulle en Francia a los republicanos en EEUU impulsaron estas políticas. Y una vez dicho esto, nos dice que como la receta de nuestros abuelos fue fabulosa, que la sigamos aplicando los nietos. Y ésta es la primera de las trampas, porque en una Europa devastada, intervenir los precios, hacer carreteras y ferrocarriles, impulsar la vivienda pública, invertir en infraestructuras y sanidad y educación parece una labor deseable del Estado, entre otras razones porque no queda nadie para hacerlo, está todo arrasado. Pero obvia lo obvio: no estamos ni mucho menos en la misma situación de necesidad que entonces. Pone como ejemplo el ferrocarril y su importante papel en la vertebración de las sociedades, pero si lo desea yo le pongo la proliferación de aeropuertos peatonales en un país que ha salido de una guerra civil hace 75 años como ejemplo de obra pública para vertebrar nacionalidades. Creo que Judt se equivoca de escenario, y trata de aplicar las soluciones que sirvieron a un mundo que hoy ya no existe. Ni para lo bueno (las condiciones de progreso objetivo), ni para lo malo (“politicamente, la nuestra es una época de pigmeos”). Es como querer freir un huevo cocido.
Judt habla del Estado del bienestar como bien supremo al que hay que supeditar todas las cosas. Y vuelve a hacer trampas. Porque aunque nos dice que “En gran medida los dilemas y deficiencias del Estado del bienestar son consecuencia de la pusilanimidad política más que de la incoherencia económica”, achaca todos nuestros males al afán de lucro de “alguien” (debe de ser la mano invisible), y no a la torpeza y a la incuria de unos Estados y instituciones públicas que paralizan y burocratizan cualquier actividad económica. Judt no repara en que en el mundo actual, son los Estados (y hasta los continentes) los que compiten, antes, más y desde luego peor que las empresas. Cuando Judt dice que “los años que van de 1989 a 2009 fueron devorados por las langostas” yo le doy la razón, pero me parece que no me refiero a las mismas langostas que él.
Judt se queja del desmantelamiento del Estado del bienestar. Yo no creo que esté desmantelado, en absoluto. Es más, me parece que además de mantel, los políticos lo han llenado de tapetes de ganchillo por todas partes. Lo que pasa es que una vez que tenemos las necesidades básicas cubiertas, esos mismos Estados-langosta quieren dar más, y más, y más, hasta crear lo que yo llamo el Estado de confort. Al menos es eso lo que se me ocurre cuando equipara tener un ambulatorio con un bonito campo de deportes en un pueblo perdido. Esta incapacidad de priorizar y de distinguir lo necesario de lo que no lo es me resulta muy irritante, y creo que es el origen de todos nuestros males, como Estados y también como sociedad. Yo creo que la sanidad debe garantizar que la enfermedad se trata adecuadamente con todos los medios posibles, pero si alguien quiere una habitación individual con televisión y wifi, que se la pague. Lo mismo opino de los pueblitos perdidos que pretenden que el tren pase 3 veces cada día para recoger un viajero a la semana. Hay otras opciones, pero me temo que Judt añadiría a un chino abanicándonos con un pai-pai al menú básico de servicios tanto del hospital como de la estación de tren. Cuando dice «hoy es como si el siglo XX no hubiera ocurrido nunca» me parece una exageración, si no una boutade.
Nadie desde luego se va a oponer a la lucha contra la injusticia, contra la pobreza, contra la falta de equidad, la desigualdad, y contra lo que el llama, de manera muy acertada, el albur moral. Ese albur moral que se produce cuando una empresa pública es privatizada, pero a la que no se permite quebrar y así tiene que ser indefinidamente mantenida con fondos públicos, permitiendo el beneficio privado pero haciendo públicas las pérdidas. Acierta cuando denuncia estas calamidades, pero no hay que echar la culpa a otro más que al Estado, que es quien tiene el mango de la sartén, pone y quita reglas y nunca se responsabiliza de nada. Judt no conoce nuestras cajas de ahorros, pero si se me permite la broma, de haberlo conocido hubiera muerto igualmente, aunque de una apoplejía.
A Judt no le gusta el mundo en el que vive, pero ese mundo que mira se compone de dos o tres países. Clama contra la desigualdad en ellos, pero obvia que en los últimos 20 años, 1.000 millones de personas han salido de la pobreza. Vale que viven peor que nosotros, pero muchos viven mejor que sus abuelos, que es la base de su tesis. Critica la globalización (nos dice, que “la globalización no es más que una decisión humana”), y no dedica ni una palabra al efecto de la revolución tecnológica, la aceleración de las telecomunicaciones, la explosión de los países emergentes. Judt se queda entre las cuatro paredes de un par de países europeos y se ancla en 1948, y limita el problema de la desigualdad a que mengüen los subsidios en Inglaterra, sin importarle que en El Salvador se estén construyendo carreteras gracias a los programas de Ayuda al Desarrollo, o que los programas de microcréditos (europeos sobre todo) estén sacando de la miseria a tantas mujeres en los países en desarrollo. Su receta es que sigamos subiendo impuestos y construyendo carreteras en Europa. Nos dice: “No se debería recurrir a la eficiencia para justificar la crasa desigualdad”. Y no se le ocurre darle la vuelta: “No se debería recurrir a la desigualdad para justificar la crasa ineficiencia”. Si lo hubiera hecho, habría llegado también al “albur moral”, aunque por un camino inesperado.
En fin, a pesar de todo lo anterior, Judt nos ofrece una crítica muy seria a la izquierda y al socialismo, y también hay momentos con golpes de sentido común que se agradecen mucho. Este hombre tiene mejores libros, yo no les recomiendo que, si van a empezar, lo hagan con éste, aunque es cortito y se deja leer bien. Encontraréis otras reseñas, como siempre, en La mesa cero del Blasco, Lo que pasa en mi cabeza y La originalidad perdida. Y a lo largo de todo el mes de mayo, en vuestro blog preferido: el Club de Lectura.