Un joyero de Madrid, rico sin duda, se ha liado a tiros con dos serbios que habían entrado en su joyería, en pleno barrio de Salamanca, armados de un spray de pimienta con intenciones aun por determinar por un juez. Se sospecha que el hecho de rociar al joyero y a su hija con el spray fue el detonante no del arma, sino de la certeza de que iban a atracar la joyería. El dueño, ya presunto homicida intencionado, sacó su revolver y pum, pum, ha mandado al hospital a los dos del spray.
A mí no me sorprende mucho que pasen estas cosas, si les digo la verdad. En realidad, lo que me asombra es que no pasen más a menudo. Se lo digo porque leo en la página de al lado que alguien llamado «El niño Saez», un tipo que acumula 38 antecedentes por robo, regresó a su casita después de pasar 90 horas en el juzgado. Por lo visto le pillaron «in fraganti» haciendo un butrón en una joyería el miércoles, durante el partido del Manchester. Ni el fiscal ni el juez ha considerado conveniente que estuviera más tiempo a recaudo, y total, un butrón requiere más oficio que un alunizaje, esa ordinariez tan violenta a la que en esta ocasión no ha recurrido. No se conoce si el fiscal y el juez tienen joyería alguna, lo único cierto es que el «niño Sáez» ya tiene 39 antecedentes.
Por su parte, los dos atracadores del spray se curarán en un hospital sin recortes, los defenderá un abogado de oficio espabilado y probablemente recibirán, además de los balazos, una buena indemnización por parte del joyero, que lamentará toda su existencia no haberse dejado atracar como hacen los joyeros normales y ahora llevará un butrón en su vida, perpetrado por ese Estado que no le ha sabido defender. Al tiempo.
Mientras tanto, Madrid es un manifestódromo contra los recortes. Lo único que lleva años recortado en este país es la inversión en cárceles. Ponen televisores de plasma cuando lo que deberían hacer es gastarse el dinero en poner más camas. Bueno, también la decencia de los encargados de quitar de las calles a estos indeseables lleva muchos años recortada, como las puñetas que les adornan las mangas. Esas puñetas a dónde les mando yo, invariablemente, cuando leo estas cosas.