Este es el libro que hemos leído este mes para el Club de Lectura. No diré que es un libro que yo he elegido, sino que lo propuse, y el resto del equipage lo aceptó. Se trata de un libro poco simpático, que si te pilla bajo de defensas te puede provocar indignación y hasta escándalo, pero luego te tranquilizas pensando que, en la provocación, no eres precisamente tú quien sale perdiendo.
David, un hombre de 70 años, recuerda a lo largo de las 100 páginas del libro la relación que tuvo ocho años antes con una joven de 24. Y queriendo presentarse a sí mismo como un Casanova experto, libertario y à la page, en realidad se revela como un viejo verde, lascivo, ególatra, misógino, embustero y bastante puerco. El tipo, un intelectual que da clases en la universidad y ha alcanzado cierta notoriedad en programas de radio y televisión, se vale de su preeminencia social para tejer patéticas telas de araña en las que hace caer a sus ex-alumnas todavía veinteañeras con el único fin de follárselas y luego poner una muesca en su memoria, y así dejar el recuerdo para las noches solitarias en las que necesite refocilarse, como el que se guarda un paluego entre los dientes después de cenar. El tipo está incapacitado para eludir tentaciones tanto como para sentir algún remordimiento, en éste o en cualquier otro ámbito de la vida, así es que ya me contarán ustedes la perla que nos traemos entre manos. En fin, un tipejo que no tiene gracia aunque por momentos nos recuerde al viejo garrulo con boina y babas diciendo aquello de «deja que te vea las teticas«. Un animal moribundo, sí, pero que moralmente lleva cuarenta años en estado de putrefacción.
Miren, lo peor que le puede pasar a un autor es que le identifiquen con sus protagonistas cuando éstos son unos individuos repelentes. Philip Roth no es un cualquiera, sino un reputado escritor, pero para su mala suerte (que no la mía), el libro está tan bien escrito, el protagonista es tan creíble, que el lector acaba pensando que el autor está contándonos sus propias experiencias. Y la verdad, Philip Roth está ya por encima del bien y del mal, pero no le hace ningún favor a sus colegas de generación, a los mayores, a los viejos, a las personas venerables por su experiencia, por su saber de la vida, que han acumulado una rica vida interior de elevados intereses intelectuales, y no una obsesiva preocupación por satisfacer sólo la parte del cuerpo situada en la entrepierna y que les convierte en viejos rijosos, solitarios, abandonados y recocidos en su propio egoísmo. El tal David puede llegar al absurdo de reconocer que despierta en las mujeres una mezcla de curiosidad y asco por ser viejo, sin comprender que lo que da mucho asco es la mentalidad cavernaria, no la edad del animalito. Y mientras teclea una sonata de Mozart al piano, con una fingida pose decadente muy en plan neoyorkino cool, David se consuela pensando que aun puede recurrir a la caridad para seguir ligando, después de pasarse media vida recurriendo a engañifas de vendedor de crecepelos para comerse una rosca. Pobre hombre, pero sobre todo, pobre Roth, cuya foto ya no me deja indiferente.
En el fondo, lo que Roth nos quiere contar es la angustia del fin de la vida, que no es lo mismo que la espera de la muerte. Roth nos habla de la pérdida y de la despedida. Del miedo a perder la capacidad del goce, y del vacío de las ilusiones cuando la sexualidad es el único motor de placer. Nos habla de la sumisión y de las adicciones, siendo él un adicto y un sometido. Y hace una pretendida denuncia de las costumbres sociales, en la que el protagonista se mueve con un cinismo y una cantidad de prejuicios dignos de un puñetazo en los dientes. Pero todo muy intelectualizado, eso sí, porque para explicarnos lo que yo resumiría como «tener un cerebro de una sola dimensión«, él nos cuenta una de indios parloteando sobre la libertad y la rebeldía, y nos larga ese montón de milongas típicas de los intelectuales caviar que anclan su miseria moral y su egoísmo en tendencias que dejaron de ser modernas hace cuarenta años y en una morralla flower-power que apesta a naftalina. Vamos, un blablablá como para tirar el kindle por la ventana.
Con todo, el libro tiene varias vueltas y deja muchos hilos de los que tirar, que iremos compartiendo en el Club de Lectura, ese otro blog que os gusta casi tanto como éste de Curra. Si no lo habéis leído y no sois muy exquisitos o muy gafapasta, no lo hagáis, que el ISBN da para varias vidas. Es mejor que os divirtáis con las reseñas que mis co-bloggers harán hoy (y que me da que van a ser finas), y con los post que vayamos subiendo a lo largo del mes.
Las otras reseñas las escriben, como siempre, ND, y Livia en La mesa cero del Blasco, Lo que pasa en mi cabeza y La originalidad perdida.