Pues el sábado estuve en el fútbol, en el Santiago Bernabéu. Me regalaron una entrada de abono unos compañeros de la oficina, y lo que me ahorre con ese bello gesto me lo gasté después en comprar otra entrada para poder llevarme a mi sobrino. Ir al fútbol es un lujo asiático: los precios son astronómicos. Es verdad que los ingresos que obtiene el Real Madrid por la venta de entradas son sólo el 10% del total, así es que se puede entender que les traiga sin cuidado no ya que el campo se llene (que se llena), sino cómo se llena. Ahora bien , si el partido no tiene algo de tensión, o los jugadores no hacen virguerías, no vale la pena el dineral: el público está como pasmado, no hay ninguna animación. Y no lo acabo de entender, porque una cosa es que ganar le parezca una rutina a un madridista y otra convertir una tarde de fútbol en una pesada obligación, que es lo que parecía. Esto por no hablar de los ocho puntos de distancia con el primero, que viendo la desidia parecían veinte…
Parte de culpa creo que la tiene tanta música de ópera al comienzo del partido. Si es que les pinchan el Nessun Dorma y luego el himno de Plácido, y claro, el público se cree que tiene que ponerse trascendente para lo que viene después. Y que, oye, tampoco es plan de empezar a cantar lo del «al alba vinceró ¡Vincerooooo! ¡Vii-in-ceeeee-rooooo!» cuando uno no dispone ni de la voz ni de la oreja de Pavarotti (aparte de no tener muy claro qué pelotas están cantando). Después de una música tan elegantona hay que reconocer que silbar, aplaudir, animar y cantar eso de «cómo no te voy a querer» dando palmas es como de poco señorío. Que poner el Turandot en un campo de fútbol sea una cursilada de tomo y lomo no importa: el Madrid es un club venerable, de manera que el que quiera oír algo medio moderno que se espere al bicentenario.
En fin, que el Bernabéu era un congelador, y no lo digo por la temperatura sino por el ambiente de velatorio que se respiraba. Donde yo estaba (una entrada estupenda, por cierto), y a pesar de tener debajo a los del Fondo Sur, que son los únicos que cantan y que animan, el ambiente era frío y sin emoción. Es verdad que el partido fue un petardo, pero ¿cómo no va a serlo? La gente llega, se sienta, se enciende su puro o abre su bolsa de cacahuetes, se repanchinga y a mirar. Les faltaba el periódico, y ahí no se levantó nadie ni cuando metieron los dos goles. Ni un «venga«, ni un «vamos«, ni un «huy«, ni siquiera un «me cago en la madre que te parió«, que a pesar de lo ordinario puede llegar a tener su encanto. Con la excepción de una chica que estaba detrás de mí y que soltó un par de «pero mira que eres malo» y algún «vete a cagar, hombre«, el resto tenía la misma tensión arterial que les produciría estar viendo «Desayuno con diamantes». Se pueden imaginar que con ese panorama, a mí no se me ocurrió decir ni mu, ya no digamos Hala Madrid. Me tomé mi cocacola y mis patatas fritas y me dediqué a envidiar lo bien que se lo estaban pasando los del Celta, bien arracimaditos en una esquina.
Cuando el partido terminó, el campo ya estaba medio vacío. Y es que aguardar a que se acabe y tener entonces que transitar por un enojoso pasillo abarrotado de gente y esperar de manera impenitente a que el viejecito de delante baje la grada es insoportable para cualquiera, tenga o no afición. Que aunque te ponen el viejo himno pensando, supongo, que así la gente correrá para no tener que escuchar algo tan poco class, lo cierto es que se tarda un poco en salir y, mira, esto es el Madrid y penurias, las justas. Supongo que un marciano pensaría que se cobra la entrada al final del espectáculo y que la gente se marcha como en un “simpa” masivo pero para mí el asunto tiene una explicación muy razonable: como el partido se jugó prontito y además era sábado, querrían pasarse por El Corte Inglés antes de que cerraran para comprarse una camiseta del Madrid. Y así poder ir disfrazado de madridista para, en el próximo partido, fichar a la hora en punto.