Nos fuimos al hotel, en la Ruta 66. El hotel era una especie de motel de carretera, horrendo, antipático, hortera y sobre todo, libre de humos. Eran unos pesados con esta historia, y hasta nos hicieron firmar un papel de compromiso – bajo pena de multa de 200 $ – como garantía de que no fumaríamos. Y no fumamos. A cambio les dejamos los alrededores bien llenitos de colillas, aunque eso sí, exhalando siempre el humo hacia el campo. El hotel tenía además un detalle encantador: pasaban unos trenes de mercancías larguísimos y ruidosísimos cada media hora más o menos, y allí retumbaba hasta el flequillo de la portera. Otros detalles con glamour eran un búho de plástico en el tejado y un pony también de plástico en la entrada. En fin, un hotel para olvidar, aunque no será fácil, esas experiencias se quedan grabadas a fuego.
Susana le quitó hierro al asunto argumentando que en peores sitios habíamos dormido. Decir esto es una gran verdad si haces un razonamiento rápido, secuencial, casuístico y comparativo, pero si lo piensas despacio te das cuenta de que es una majadería, porque reconocer que hay sitios peores no le añade ni una pizca de simpatía a aquel hotelucho de mierda. Así es que yo le di la razón un poco para no discutir y otro poco para evitar que la cara de “decepción” de Paula nos contagiara a todas y termináramos volviéndonos a Phoenix».
De mi cuaderno de viaje Verano 2008 (EE.UU.)