Semana Santa en el poblachón

Pues sí, han pasado ya dos semanas desde la Semana Santa, ese periodo de recogimiento espiritual para algunos, de vacaciones primaverales para otros, y de trasiego de torrijas para casi todos. Se trata de un momento del año muy interesante desde el punto de vista climatológico que consiste en que el tiempo cambia a peor. Siempre. Y si me van a poner pegas a ese contundente siempre, se lo dejo en casi siempre, porque tal vez hayan aprovechado alguna vez una oferta para disfrutar de las procesiones en el Caribe, en donde el tiempo suele tener mejor calidad.

En el poblachón solemos penar con unos 10 ó 12 grados menos que en Madrid y en cuanto a la sensación térmica, penamos con algo entre más o mucho más desagradable que en Madrid. En cuanto a los vientos, no los penamos sino que optamos por agarrarnos a un árbol, no sea que salgamos volando por no haber tomado una precaución por otra parte muy sencilla de ejecutar, que por allí hay muchos árboles. Y es que el viento del poblachón no conoce las esquinas.

La verdad es que es un rollo que el hombre del tiempo acierte ahora con tanta precisión. No hay que remontarse a los tiempos de Mariano Medina para decir que la vida era mucho más bella cuando los presentadores le ponían emoción a las previsiones y el espacio del tiempo era casi una telenovela. Toharia, Montesdeoca, Maldonado, fallaban como una escopeta de feria, pero tenían mucha más credibilidad. Montesdeoca era fantástico. Con su acento canarión te sonreía y te decía «así es que ya saben, si se van al poblachón, llévense el paraguas», y tú no le hacías ni caso. Ahora sale cualquier técnico y te lee el informe de ochenta artefactos además de los chivatazos de montones de personas que mandan información por el Twitter. Y así no hay quien se vaya al poblachón con algo de esperanza.

Yo siempre tiendo al optimismo y a pensar que todo tiene arreglo. Y que, a malas, lo que pasa, conviene. Así es que decidí subirme el jueves al poblachón saltándome los informes técnicos de los noticiarios. Pero avisada estaba, porque mi hermana llevaba allí cinco días agarrada a un árbol. Y cuando no llovió, es porque nevó. Mirar el cielo para rebuscar el sol era cansadísimo y sacar una mano del guante muy desaconsejable. Así que duré menos que una torrija hecha por mi madre y el sábado por la mañana me volví a Madrid.

Mi mayor ilusión esta Semana Santa era salir al campo con Curra y Wilma, la starlette de la familia, porque lo de alimentar la lorza con un par de kilos de torrijas ya lo tenía garantizado. No hubo campo. Hubo paseito y gracias. Y tampoco hubo cámara. Esto es a lo máximo a lo que soy capaz de llegar con una Blackberry y unas manos enguantadas. Una calidad, ya ven, muy poco caribeña.

«…Et contre l’implacable, contre le vacarme du diable, trouvant du temps pour l’imposible, pour l’inesperé, pour l’imprevisible…»