No sé cuántos semáforos hay en Madrid. Todo lo que he encontrado en internet como estadística es que hay 2.700 semáforos por habitante, lo cual es una estadística idiota que no significa absolutamente nada. Tampoco hay ninguna estadística que nos diga cuántos semáforos “con” habitante hay en Madrid, y perdonen por la broma.
Hace ya mucho que no compro pañuelos de papel en una tienda. Sí, voy alternando la compra entre los tres vendedores que me encuentro diariamente al ir y volver de la oficina. Siempre me he preguntado si nos reconocen a los conductores que diariamente pasamos por allí, pero he llegado a la conclusión de que no reconocen a nadie, que miran pero no ven. Y ese es todo el gasto que hago en los semáforos, salvo ocasiones muy sangrantes que prefiero no relatar.
Sobre otros habitantes de los semáforos, ¿Qué decir? Les puedo hablar de esos saltimbanquis que me hacían gracia hasta que un día una malabarista argentina de la Plaza de Cuzco me empezó a gritar porque, según pasaba su sombrero, le hice distraída un signo negativo con la cabeza. Lo mejor de todo es que no me abroncaba por negarle una moneda, sino porque consideró que no estaba valorando sus dotes artísticas: «¡ sho no ehtoy acá porque quiera su plaata, guárdese su plata en la poompa, solo bahtaría con un aplauso!. Como lo leen. Cuándo ya me gritaba que qué te has creído vos que sos, el semáforo se puso felizmente en verde y pude escapar de aquella loca. Una loca que me sigo encontrando prácticamente cada mediodía. Se pueden figurar que ahora sonrío mucho…
Dejo para el final a esos delincuentes que, armados de una gamuza mugrienta sujeta a un palo y una botella de un líquido sospechosamente marrón, vienen de dos en dos a enguarrarte el parabrisas. Yo ya he aprendido a no ser amable ni a decir por favor que no con una sonrisa. Cuando lo era (amable), acababa pasando por el impuesto revolucionario de esos chulos de semáforo. O pagaba las consecuencias, claro, y no en dinero. En una ocasión, un chavalín me engañó con el truco de “perder”la moneda y tuve que pasar por caja dos veces sin obtener ningún servicio. Otra vez, un cerdo me pegó un moco en el parabrisas y ahí lo tuve que llevar un rato largo, sin lograr evitar las arcadas, con el consiguiente peligro para la circulación. Sí, ríanse, ríanse, pero en otra ocasión, después de decir que no quería y tras poner en funcionamiento el limpiaparabrisas, uno de estos macarras me lo retorció, enfadado, y me lo dejó hecho un gusanillo, y tuve que poner limpias nuevos. Así es que ahora bajo un poquito la ventanilla para que puedan oírme y, con cara de una ferocidad difícil de creer, y el dedo índice bien estirado, les digo que NO de manera tan explícita como agresiva. Las frases dependen del humor, pero suelen ser secas, cortas y suficientemente soeces para resultar creíble. Y alguna vez me he oído decir “Como toques el coche me bajo y te fostio” o “Llamo a la madera y se te acaba el semáforo, cabrón”. Yo creo que esos disparates no me aportan seguridad, pero provocan el suficiente desconcierto para que me dejen en paz.
Y después de contar esto, solo me queda apelar a mis lectores conocidos para que digan, a los que no me conocen, que yo soy muy pacífica. Por favor.