La palurda dejó ayer unas patatas cociéndose en un perolo, se secó las manos en el delantal, agarró las llaves de casa y se fue derechita a la puerta de los juzgados de Palma de Mallorca a tirar un huevo al Iñaki, el marido de la Cristina pa más señas. Allí se encontró con un centenar de personas, comprometidos todos con la justicia como ella, comprometidos todos con la igualdad como ella, y algo más desocupados que ella, que no en vano se había dejado sin hacer la última pasada de Scotch Brite por el fregadero.
Y pensarán vds que ese tipo de palurdas sólo se encuentran en la España de La Noria y el Sálvame. No, qué va. Esas mujeres se sentaban a hacer ganchillo en la Place de la Concorde a finales del siglo XVIII, escupían a los condenados a la crucifixión en la Judea de antes de Cristo y animaban a los linchadores de negros en la América de principios de siglo. Esa mujer es la que grita «¡Un judío, un judío, matadlos!» cuando ve salir a Wladyslaw Szpilman, el pianista de Roman Polanski, del apartamentito en el que se esconde. Esa mujer es, básicamente, un ser humano. Muy básicamente, eso sí.
A esa mujer, hace catorce años, se le quemaron los macarrones porque se sentó delante de la tele para no perderse ni un detalle de la boda de la Cristina, y se le fue el santo al cielo. Luego, un verano, fue con una amiga a agitar banderitas y a llamarles «requeteguapos» a las puertas de Marivent. Los tuvo aquí, mira, donde estás tú, a un palmo. Sacó una foto a los crios de la Cristina con el teléfono, pero no te la puede enseñar porque se la ha llevado la Vane al colegio para enseñársela a sus amigas.
Con la de vueltas que da la vida, no me extrañaría que dentro de poco las revistas más viscerales nos cuenten la «verdadera historia de la infanta que fue capaz de renunciar a sus derechos dinásticos por amor, ese amor verdadero que no conoce límites«. Para entonces, la Vane se tomará una pechuga de pollo a medio hacer, porque a su madre se le habrá ido la mañana mirando las fotos de las revistas. La buena noticia es que la Vane se podrá freir un huevo, porque esta vez no hemos tenido que usarlos para tirárselos al marido de la Cristina.
Yo le aconsejaría a la Infanta que fuera aprendiendo a pronunciar eso de «¡si me queréis, irse!«. No es efectivo, pero da colorido si el pueblo se manifiesta.