No voy a descubrir yo ahora a Stefan Zweig, un escritor que me encanta y que me tiene seducida desde hace muchos años. En casa teníamos las obras completas, editadas por Aguilar, con sus tapas de cuero verde y las hojas finas de papel de biblia, y sus marca páginas. Con uno de aquellos tomos de biografías me recorrí yo Ecuador en el año 92, creo recordar. Desde el Tungurahua a las Islas Galápagos, en un viaje memorable en busetas, gua-guas, aviones y barcos, por allí anduve con María Antonieta, María Estuardo, Magallanes, Américo Vespuccio y Casanova. Entiéndanme bien. Si digo que anduve con esos personajes lo digo en modo figurado, que mis compañeros de viaje tenían otros nombres y estaban vivos todos. Al menos hablaban…
Los momentos estelares de la Humanidad me han acompañado en algún que otro vuelo. La composición de la Marsellesa, la toma de Contastinopla, la derrota de Napoleón… Hace un par de veranos leí El mundo de ayer, maravilloso retrato histórico del periodo de entre guerras en Europa y hace unos meses repasé la biografía de Fouché, libro que debería leerse obligatoriamente al empezar a trabajar en cualquier multinacional…
Hace unos días, antes de irme de viaje, compraba yo un libro para mi madre en una de mis dos librerías favoritas. Según estaba pagando, tenían en el expositor un librito de una pequeña novela de Zweig, «¿Fue él?». Lo compré porque estaba a medias con otro, y pensé que no me ocuparía en la maleta. Desde luego, el autor me ofrecía todas las garantías, pero reconozco que lo que me intrigó fue el perro que aparecía en la portada. Se lee en una hora, más o menos. Habla de los celos, de unos celos extremados que vienen provocados por un excesivo amor, y que conducen al dolor, también excesivo, del abandono irremediable, de la destrucción y la muerte. No les cuento más porque se lo chafaría. Si se lo encuentran en un expositor, no lo duden: por 10 euros se les pondrá la piel de gallina.