¿Playa o montaña?

No sé si recordarán vds un anuncio de hace algunos años en el que dos chicas hablaban entre ellas sobre qué camino tomar. «¿A la playa o a la montaña?» preguntaba una, y la otra contestaba: «a la montaña, que voy sin depilar«. La primera sacaba entonces un botecito de crema depilatoria y solucionado el problema: ¡a la playa!. Esto tiene poco que ver con lo que les voy a contar, pero yo he preferido ponerles los anuncios antes de la película.

Hasta hace tres años, iba a la montaña en Enero. A esquiar. Depilada, natürlich. Yo empecé a esquiar tarde, con 25 ó 26 años. La parte deportiva siempre fue secundaria, y aunque no esquío mal, para mí el esquí sólo ha sido una excusa para viajar en invierno con mis amigos. Tomé muchas clases, porque en el asunto estricto de deslizarme por las pistas, sólo me interesan tres cosas: cansarme lo justo, evitar las agujetas y no caerme. Y para eso hay que saber esquiar, especialmente si vas con gente que lo hace de maravilla. Lo de no caerme no era tanto por temor a romperme la crisma como por la pereza infinita que me dan esas bofetadas acuáticas que te dejan nieve hasta justo ahí donde están pensando. Y les puedo asegurar que sé de lo que hablo.

Recuerdo mi primer rebozado. Mi amiga Inés me había disfrazado de esquiadora-estupenda para subir con ella a La Pinilla, en mi primer día de esquí. Una vez en el Gran Plato, me ayudó a ponerme los esquís. Y a continuación me empujó y me tiró al suelo: «Eso es para que aprendas a levantarte con los esquís puestos.» Aquel día me cansé, tuve agujetas y me levanté del suelo muchas veces. Y como no me gustó nada, pensé que si tenía que soportar aquella atrocidad varias veces en invierno sería mejor prepararse.

Del esquí lo que a mí me gusta es el «après». La cervecita, la siestecita, la merienda, las cartas, la cenita, las copitas. En cuanto a subir en un remonte para luego tener que bajar esquiando, qué quieren que les diga: uno sube si tiene algo que hacer arriba, pero nunca le encontré del todo la gracia a subir sin tener que hacer arriba otra cosa más que bajar después sufriendo. Y es que las bajadas están llenas de peligros: el niño que se te cruza, la placa que te encuentras, la bañera que no puedes evitar («et qu’il faut avaler«), la piedrecita que te deja clavada, la curva que no ves por la niebla… Así es que para la jornada he ido acumulando mi propia lista de exigencias. Me pueden encontrar esquiando los días de sol y buena nieve, pero esos días perros de frío, viento, niebla, hielo, colas… de esos me he tragado alguno y he perdonado muchos. No es que sea sibarita, es que soy poco sufrida y en el Pirineo hay mucho románico que ver.

Hace tres años, en un viaje a Sierra Nevada de cinco días de los que esquié uno, y tras comprobar que puedo describir la Alhambra mejor que el salón de mi casa, según firmaba la factura del hotel me acordé de un buen amigo que me aconsejó irme a la playa en enero. Total, me dijo, tú siempre vas depilada.

Y ahora, les dejo de nuevo con los anuncios.