El cabello y el caballo

El debate, por llamarlo de algún modo, entre los remedios antiguos y los potingues de laboratorio multinacional tiene el recorrido que tiene. Entre tomarte una cucharada de aceite de ricino o una pastillita de vitaminas, o entre que te pongan sanguijuelas o que te quiten la vesícula con laparoscopia, yo creo que cualquiera se apuntaría a los tiempos modernos. Eso por no hablar de ir al dentista…

La última moda es lavarse el pelo con champú de caballo. Supongo que han oído hablar de ello. El champú de caballo, según una moda tonta de reciente aparición, fortalece el cabello e impide su caída. Para potenciar la idea, han usado una técnica parecida a la que usaron los publicistas con el Avecrem, que fue ni más ni menos que desaconsejar que se utilizaran los cubitos de caldo de carne los viernes de Cuaresma. ¿Qué mejor prueba de la composición del famoso cubito que aferrarse al precepto? Pues los amigos del champú de caballo hacen algo parecido: avisan de que no lo uses en la ducha, porque si no, Desmond Morris tendría que volver a escribir «El mono desnudo».

Por lo visto, en Mercadona las reposiciones de champú de caballo duran una mañana escasa. Y la veterinaria de Curra da las gracias cada día de que su servicio de peluquería excluya expresamente ponys y caballos, porque se encontraría con serios apuros para encontrar un jabón adecuado, además de tener incómodas colas de humanos en la puerta sin haber cambiado de especialidad.

Mi lógica me dice que lo que puede ser adecuado para el pelo de los caballos no debe ser aconsejable para la piel de un ser humano. Pero la lógica no tiene cabida si se quiere dejar volar la imaginación. Tendré que empezar a comer alpiste…