El tipo que, de pié al lado de las botellas de litro comunes, se bebe tres vasos de agua, rellenando uno detrás de otro. Sus tres cuartos de litro de cada mañana, como si estuviera en la cocina de su casa, y en vez del mostrador aquello fuera una encimera. También los hay que apuran el zumo de camino a la mesa, sin poder esperar a sentarse para beberlo. Y una se lo imagina así de tripón y de peludo en calzoncillos y calcetines, con la nevera abierta y bebiendo a morro del tetrabric de leche familiar y eructando después.
O la cerda que pone sus tostadas en el tostador común con el queso cheddar, para que éste se derrita, huy, qué bueno, qué rico, sin importarle que se quede el tostador lleno de queso y y que los demás clientes tengan que soportar su pestífero capricho y su mala educación. Y una se la imagina acostándose sin quitarse de la cara el pesado maquillaje, dejando la almohada llena de rimel y de restos de pintura de ojos barata.
O el que va todavía sin duchar y coge la barra de pan con la mano desnuda, que a saber qué habrá manoseado antes, sin usar la servilleta que han puesto para que la sujete mientras corta el pan a su gusto. Y una se lo imagina hurgándose la nariz mientras espera en su coche a que el semáforo se ponga en verde.
O la que, desparramando lorzas, se levanta todavía masticando el beicon que se puso con los huevos fritos para servirse un tercer plato, esta vez de salchichas. De camino, consigue alcanzar un resto de tocino que se le quedó entre la tercera y la cuarta muela. Luego se limpia la mano en el pantalón y coge delicadamente las pinzas. Y una se la imagina recogiendo una albóndiga del suelo grasiento de su cocina, y volviéndola a poner en el plato.
Así es que, en el bufet de los hoteles, un cafetito y a correr.