La mañana más bonita

Cada uno tiene los suyos. Y yo tengo el mío. Aquel largo pasillo de la casa de mis padres, al final del cual estaba el salón. Mi hermana mayor entrando primero, para comprobar que ya se habían marchado, que no les sorprenderíamos a ellos bebiendo de la copita de coñac, y a sus camellos de aquel cubo lleno de agua. Comprobar que habían disfrutado de la hospitalidad de mis padres. Comprobar sobre todo que habían venido, que habían pasado por casa.

Mi hermana mayor, muy valiente debido a sus cinco años más de experiencia, entraba con fingida cautela mientras mi otra hermana y yo esperábamos al otro extremo del pasillo. El corazón se nos salía por la boca, después de una noche de la que no recordamos el insomnio, porque no es enfermedad para niños. La cura de sueño de aquellas noches quedaba para mis padres, que se escondían arrebujados entre las sábanas, sin ver pero escuchando la escena, divertidos con la emoción, ilusionados casi tanto como yo, casi tanto como mis hermanas.

Y cada año era la misma comedia. Mi hermana volvía del salón con el discurso presentido y triste. Unos años era el carbón, otros era el olvido, otros la falta de tiempo de unos magos que habían tenido demasiado trabajo aquella noche. Aquella noche cuyo sueño duraba tanto. Hasta que la risa se le escapaba, hasta que decidía que debía descubrir su broma y con ello redoblar nuestra sorpresa.

Y allí estaba todo. Claro que habían venido: La Nancy, los recortables, el Exin castillos, la bolsa de canicas, los juegos de lapiceros, y aquel disfraz de bailarina o ese otro de Daniel Bum con su gorro de castor y sus pistolas.

La bicicleta no estaba. Y es que tuve que esperar un tiempo hasta conocer personalmente a aquellos maravillosos magos y así entablar con ellos una negociación en la que mi compromiso fuera realmente creíble. Por carta, ya se sabe, los merecimientos, casi tanto como las promesas, siempre se exageran un poco…