Dice el tango que «veinte años no es nada». Si esto es así, veintinueve es un simple garbeo de la memoria. Me invitaron a darme ese garbeo y con mucho gusto fui ayer. Junto con unos cuarenta más. Algunos no pudieron venir o no supieron dejarse localizar, pero nos los encontramos en las anécdotas.
Y allí estábamos. Aquellos locos de 17 años que entonces éramos de ciencias, o de letras, o de mixtas, o de puras (que era como nos llamaban a los de dibujo) ahora éramos abogados, auditores, bancarios, investigadores, funcionarios, catedráticos, consultores, empresarios… Había hasta un inspector de Hacienda, para que no faltara de nada. Y la mayoría aun vivimos en Madrid pero otros no, y podíamos pensar en encontrarnos en Logroño, en Toledo, en Avila, en Montpelier, en París. Y hasta en Torrelodones, para que no faltara de nada.
También estaban algunos profesores, todos humanistas y todos humanos. Ellos habían cambiado un poco menos. Y no porque la docencia conserve mejor que otras profesiones sino porque, cuando les conocimos, ellos ya eran adultos…
Las mismas miradas, las mismas sonrisas y hasta las mismas voces. Los mismos rasgos en la personalidad. El clown, el tímido, el serio, el tranquilo, el que siempre se reía (por todo, por todo, ¡por todo!), el responsable, el empollón, el brillante, el líder, el despistado, el bruto, el silencioso, el listo, el grandullón, el gamberro, el formal. El o la, que las mujeres también tenemos rasgos aunque se resuman peor.
Y el tiempo pasa y el rasgo permanece, aunque matizada su relevancia: la vida nos ha ido completando.