Un tal Iñaki

En esta España mostrenca en la que vivimos, ser republicano significa tener que defender una bandera inventada y hortera, cantar la internacional puño en alto y retrotraernos a una época de nuestra historia en la que una fanática vestida de luto se podía levantar en un Parlamento para decir “ese ya no habla más”, no sabemos todavía si expresando un deseo, aventurando una profecía o dando una orden.  La idea de República en mi país supera una convicción sobre la forma y legitimidad de la organización del Estado, y se convierte en una ideología arcaica y pedestre que como mínimo da pereza y como máximo, miedo. Toda esta declaración previa es para advertir que si dices que eres republicano en España hay que tentarse la ropa. Así es que diré que yo soy republicana y luego me tentaré la ropa. 

Decir Monarquía moderna es un oxímoron. La Monarquía consiste en que en la cabeza del Estado se sitúa a una persona cuyo único aval es nacer, algo al alcance no de cualquier ser humano, sino de todos. Esto trae como consecuencia que esa cabeza pueda ser la de un retrasado mental, como la de Felipe IV, o que sólo sirva para embestir, como la de Fernando VII. Calamidades como Carlos IV o Alfonso XIII ocupan con el mismo derecho el Panteón de los Reyes de El Escorial que el gran Carlos I o Carlos III, aunque los hay que ocuparán este panteón sin ser ni rey ni madre de rey, como el padre del actual o su augusta abuela, en una decisión que dice mucho de la idea chiclosa de tradición sagrada y respeto por las formas que gasta aquel que debería ser el primero en presentar ese respeto. No es serio este cementerio, aunque se llame Cripta Real. En la España del siglo XXI el varón de nuestra monarquía tiene preeminencia sobre la mujer, con gran alboroto de feministas y modernillos que miran el dedo y no la luna, sin caer en la cuenta de que cualquier otro sistema de elección del heredero a una corona es igualmente discrecional. La simple primogenitura lo es también, como lo sería nombrar rey al más alto o al que naciera en invierno. Son procesos de selección que están muy alejados de cualquier idea de mérito, trayectoria o aptitudes. Porque la Monarquía es eso: derecho a llegar sin tener que demostrar, al revés de cualquier otro puesto de trabajo.

Pero sea. Tenemos un rey, el Rey Juan Carlos, que está porque quieren los españoles. Sí, los españoles. Me parece a mí que 36 años después se puede decir esto con cierta holgura de razón. Si se le quiere quitar legitimidad creo innecesario acordarse de Franco, puesto que basta con decir que Juan Carlos es rey por ser hijo de Don Juan y nieto de Alfonso XIII para dejar las cosas en su justo punto de partida.  Esa es su causa original, y Franco, lejos de pertenecer a una dinastía eterna, pasaba por allí. También de paso conviene decir que si ahora no es un biznieto de Franco el rey de España es debido a un matrimonio morganático más que a una inoportuna sordera. Tradiciones eternas que se respetaban hace tan sólo diez o doce lustros y que apartaban automáticamente de la sucesión al trono de España se trastocan en conveniente adaptación a los tiempos modernos cuando la Duquesa de Alba se arrodilla ante la nieta de un taxista de Alicante, en un gesto muy celebrado por toda la progresía imbécil que olvida que sólo lo inalterable puede alcanzar la categoría de secular.

Yo siempre digo que en la España actual a la monarquía no se la llevará por delante ninguna opción política sino que bastará con un par escándalos.  Me parece a mí que el rey cree que la política es lo único que le puede poner en la puerta y esto nos habla de una mirada del propio destino que se ancla en el pasado de su abuelo y no en el hecho de que un par de abucheos, hoy, te colocan en la frontera al día siguiente.  Es ahora, en esta sociedad y en este siglo desprovisto de referencias, donde el rey de España no ha sabido educar a su familia en lo que debe ser, y eso ha permitido que no sepan ya ni lo que quieren ser, ni dónde están.  El pueblo español, que aceptó su legitimidad por ser nieto de rey, puede dejar de tolerarle por ser el suegro de un tal Jaime, un tal Iñaki y una tal Letizia. Es lo que tiene llevar a la familia en el bagaje curricular. La historia pesa mucho, pero no tanto como para hacer invisible un embudo según el cual los motivos para evitar el pago de la hipoteca de un palacio se olvidan para poder compartirlo con una divorciada. El privilegio de ser normal, que es privilegio de súbdito, no puede ambicionarse si se quiere defender el privilegio de la casta, entre otras razones porque el pueblo, aun en su limitado entendimiento, puede llegar a pensar que igual que manda a su casa a un idiota con autoridad, tiene la potestad para mandar al exilio a una familia de desvergonzados cuando se comportan como cualquier ciudadano desahogado y arribista. El cortafuegos tenía que haber sido mucho antes y allí donde había humo: niño eso no se toca, niño eso no se dice, niño eso no se hace. No es tan difícil, ni siquiera para un Borbón, siempre que entienda que todo lo que tiene, él y su familia, es prestado, primero por los soberanos que hubo en nuestra historia y ahora por el único soberano que legalmente puede conceder el préstamo.

Hoy hablamos de un caradura que, efectivamente, no ha sido ejemplar. Ya veremos si le imputan, le juzgan, le condenan y le llevan preso: no me imagino yo a una Infanta de España yendo a visitar a su marido a la cárcel con una tartera y un chándal nuevo para el patio, aunque después de lo visto y leído, puedo hasta esperar que lleve una lima escondida entre las enaguas. Pero de momento sólo podemos estar seguros de que, en efecto, ha faltado ejemplaridad. Es en esta expresión, “no ejemplar”, en donde se condensa toda una trayectoria protomodernilla y panderetera de un rey que no ha sabido serlo cuando se quita el uniforme y se pone en zapatillas.

Y ya puestos a dar ejemplos, les daré el que se utiliza para distinguir en inglés entre to be involved y to be concerned. En el caso de los huevos con beicon, the chicken is involved y the pig is concerned. Dejo para su inteligencia el reparto de papeles de un plato que alguien deberá pagar, porque se ha roto.