Llegó Julio, y con él empieza la temporada de piscina. Para mi desgracia.
Aprendí en Mexico a llamar alberca a la piscina. Me parece más amable, romántico, próximo, algo menos… clorado. Nadie le llama la alberca, a la piscina. Bueno, yo tampoco. Ha sido una levísima licencia retórica que me he tomado para distraerles a vds. O sea, una chorrada.
Y es que yo detesto profundamente las piscinas. No dejan de ser agua estancada llenas de adultos escupiendo, adolescentes con granos y niños meándose dentro. Con muchísimo cloro para desinfectar y no morirte de cólera, peste o tifus, pero con miles de millones de bacterias esperando agazapadas a colarse en tu organismo. Mejor no pensar.
Y mejor no mirar. Aquella con el pelo sucísimo, aquel que vuelve directamente del footing empapado de sudor, esa rebozada en aceite, o el otro con las uñas de luto riguroso. Todos, ¡TODOS! se tiran a refrescarse, directamente, ante la mirada adormilada del vigilante. Chof, al agua patos. Mejor no mirar. Cuando por fin sacan la cabeza, se acercan al borde y lo primero que hacen es frotarse la nariz, con un sonido parecido al de sorber pero que es difícil de diferenciar al de sonar, ya bien reblandecido todo el contenido. Finalmente, es lógico: al contacto con el agua, todo se reblandece, y muy especialmente los esfínteres de los menores. No, mejor no mirar. Ni pensar. ¡Ni oír!
Sí, ya sé, ya sé, que es obligatorio ducharse antes. Ya sé, ya sé. Yo lo sé. Yo lo sé, pero ¿lo saben los demás? ¿eh? ¿lo saben los demás? Las normas de las piscinas no las sigue nadie, son ciencia ficción. Excepto para los niños, para los cuales, en la piscina todo es ciencia-micción.
Y yo voy. Claro que voy. No me meto en el agua, pero voy. Cuando veo que estoy al borde del desmayo, entonces me ducho. Y vuelvo a la toalla. Paso un frío de cojones, pero mis nervios lo agradecen. Porque, a ver ¿Qué se puede hacer en el poblachón entre la una y media y las tres? A esa hora, la compra está hecha y el periódico más que leído.
Sí, evidentemente hay un bar. Evidentemente.