No puedo decir de Tenerife lo mismo que de Oklahoma, aquello de que he estado una… o ninguna veces. La primera vez fui invitada por un buen amigo que hacía la mili en la isla. Compartía un apartamento con otros reclutas ilustrados en el centro de Santa Cruz, y allí me fui. Era Carnaval. Nunca me gustaron las fiestas populares, pero aquello era otra cosa. No había patosos – no vale la pena coger un avión para simplemente hacer el gamberro -, había muchísima alegría. Llegamos un miércoles y vimos la parada del Entierro de la Sardina desde el balcón. Son imágenes que no se me borrarán nunca: el funeral más imaginativo, un humor negro que rayaba en el pitorreo macabro, lágrimas de risa y el adiós de bienvenida. El sábado siguiente, día de final real del carnaval, todos se disfrazaron. A mí no me apetecía, me daba pereza. Pero cuando salí a la calle, me quedé asombrada, avergonzada. Me sentí desnuda y pedí una máscara. Y aun tengo en la cabeza la matraca: Tenerife-carnaval, Tenerife-carnaval, Tenerife-carnaval.
He estado tres veces más. Una de ellas para una convención de empresa muy divertida, que además recuerdo con cierta nostalgia y con sincero cariño. La última vez que estuve fue cuando se me murió mi gato Benito, el antecesor de Curra. Fue tal disgusto, que me fui con mi madre y mi tía al Puerto de la Cruz, a quitarme el soponcio. Era carnaval. El Teide nevado, el sur cálido, el norte brumoso. Un cambio de paisajes que hace pensar que la isla contiene la variedad de España entera. Pero no: es Tenerife, la más divertida de las islas.