Un árbol con flores

Hay en el pinar del poblachón, a un lado del camino por el que paseo a menudo, un árbol adornado con flores. No son flores silvestres sino rosas, claveles y lirios que alguien pone ahí y que mantiene frescas y cuidadas como una tumba en un cementerio. Las flores están distribuidas por el suelo y sujetas al tronco con alambres, y tienen el aspecto de estar enredadas en el árbol, uno de tantos abetos que conviven con los pinos en esa zona del bosque. El pie está rodeado de piedras que alguien ha dispuesto de manera cuidadosa, como si quisiera separar ese árbol del resto, como si quisiera reforzar una singularidad que de otra forma no tendría o como si quisiera reservar el espacio con una barrera que evite que nadie se acerque y robe las flores. Es imposible no verlo, y no sólo por estar en la orilla del camino. En un entorno de verdes, marrones y azules, los rojos, rosas y blancos de las flores destacan por lo inesperado Se diría que son casi una excentricidad en un bosque austero y sin primavera.

Este tipo de señales, recordatorios con flores, se ven mucho por las carreteras en lugares en los que ha habido accidentes. A veces las flores en el arcén están acompañadas por una cruz que parece pedir una oración por el alma de quien encontró la muerte en aquella recta, en aquel cambio de rasante o en aquella curva. Quizá es al revés, y son las flores las que acompañan a la cruz, que después de todo es un símbolo de mayor trascendencia y menor caducidad. Pero, en cualquiera de los casos, el conjunto rinde homenaje al recuerdo, aunque sea el de un desconocido, y transmite una sensación de desasosiego por lo que tiene de funerario y porque siempre se piensa que, ahí debajo, tal vez hayan dejado las cenizas que convertirán el lugar en un relicario sin reliquias.

Es la misma sensación que provoca el árbol de mi paseo. No sé por qué en ese abeto hay flores, no sé por qué alguien quiere destacar ese punto del camino y por qué quiere hacerlo de esa manera. No sé qué se conmemora, qué se recuerda, qué se señala. He podido preguntar en el pueblo –ya saben, en las panaderías siempre se encuentra respuesta a todo, porque el pan es memoria–, he podido intentar informarme pero prefiero no saber. Porque si me dicen lo que temo, o algo peor, por ejemplo que en ese lugar se apareció una virgen luminosa a unos pastorcillos, tendría que saltarme esa vereda del recorrido. Cada mirada del perro a la lejanía, cada crepitar de una piña al abrirse, cada topillo que se arrebujara entre los matorrales o cualquier otro suceso hasta entonces corriente me provocaría un espasmo de inquietud y terminaría abandonando un camino que, por rutinario, me alimenta la imaginación. Y entonces mi paseo matinal se arruinaría.

Esta mañana mi recorrido ha sido más meditabundo de lo habitual. Al pasar al lado del árbol he seguido mi camino como cada día, pero esta vez me ha dado por pensar que quizá esas flores no tengan un significado luctuoso. No debo esperar susurros sobrenaturales en unos bosques que tan sólo gritan serenidad. Me he dicho que tal vez en ese árbol se conmemora una promesa o una declaración de amor. Quizá por allí paseaba una pareja que, ya anciana, no puede alcanzar este tramo del bosque, y pide a sus nietos que alegren en su honor la imagen triste de los abetos con un sencillo homenaje. O puede ser que el árbol no encierre otro misterio que haber sido cabaña de juventud, lugar de juegos y de secretos que dejan de serlo porque se olvidan. Se me ha ocurrido incluso que es posible que se trate de la chaladura de un esteta de los campos, un loco de las flores, un tipo inconformista y con inquietudes por redecorar la naturaleza, siempre tan salvaje. Cualquiera de estas explicaciones puede parecer descabellada, pero nos enseñan que el misterio conserva su encanto cuando se aleja de la muerte.

En fin, cualquier día de estos, si me animo, preguntaré en la panadería. O no.

 

Curra entre abetos

 

 

El lugar más feliz del mundo, de David Jiménez

lugar mas feliz del mundoHoy es 18 y toca post del club de lectura. Un día raro, pero ya está explicado por qué escribimos de libros a mitad de mes, cuando normalmente lo hacemos el día 1: este año leemos más de 12 libros y hay meses con doblete.

Hoy les hablamos de El lugar más feliz del mundo, un libro del actual director de El mundo, David Jiménez, escrito a partir de sus experiencias como corresponsal en Asia durante un montón de años, creo que 15 – no me hagan levantarme a mirarlo. Así es que se trata de una sucesión de crónicas periodísticas, unas más interesantes que otras, pero que hacen del conjunto un libro muy distraído, en los que el autor nos cuenta lo que ha visto más como un viajero que como un periodista, puesto que narra y describe, pero la mayoría de las veces no explica. Pensándolo bien, nos cuenta entonces las cosas como un periodista fetén.

El libro se estructura en seis apartados (Lugares, Fronteras, Calles, Celdas, Amaneceres y Retornos), y recorre países como Bután, Pakistán, Tailandia, Filipinas, Camboya, Afganistán, Vietnam, Indonesia, etc, a lo largo de muchos años, y eso le da pie para contar la visión de estos países, la mayoría convulsos y en los que han sucedido revoluciones, guerras, cambios dramáticos de regímenes, en el antes y el después, y a veces en el durante.

El turista habitual no ve lo que él ha visto. David Jiménez en algún momento hace una crítica sutil de esto, y no acabo de entender la crítica: el turista no va a meterse en líos, y es consciente de que lo que conoce lo hace de forma superficial. Este postureo del autor está de más, sobre todo teniendo en cuenta que él está ahí como corresponsal, y el turismo no es un oficio.

Hay algunas reflexiones interesantes en el libro, como cuando habla de la única frontera invariable y que no depende de gobiernos, ni de la Historia, ni de razones ideológicas, étnicas o religiosas, como es la frontera interior de cada persona que divide el bien del mal y que pasa a través de nuestros corazones, y que hace que un cartero pueda convertirse, casi de la noche a la mañana, en un francotirador, o en un terrorista que pone bombas en los supermercados. También unos capítulos dedicados a la aversión de las democracias occidentales a estar en guerra, cuando están en guerra, y a reconocer que sus ejércitos no están en misión de paz repartiendo gominolas, aunque el gobernante de turno quiera dar a entender eso cuando va a fotografiarse con las tropas. También se leen cositas muy de periodista “bienpensante” y muy de papanatas políticamente correcto, como cuando afirma que “los norcoreanos están descubriendo que no están en manos del comunismo, sino de un fascismo que se ha disfrazado de tal”. O una narración bastante aséptica del terrorismo islámico, y muy poca referencia crítica al estado de la mujer en esos países. Y es que el libro no es una denuncia, o no me lo ha parecido a mí, ni está escrito para levantar polémicas ni alfombras desagradables. Es un libro sobre el lugar más feliz del mundo, que es como lo ven la mayoría de sus habitantes, aunque a nosotros no nos lo parezca. Así que se lee con agrado, y pocas veces nos pone los pelos de punta teniendo en cuenta los países en los que se ha metido y las cosas espeluznantes que habrán podido ver esos ojos.

A mí me ha gustado. Como digo, es un libro que distrae, que se lee fácil, y que tiene sus zonas de interés. No es alta literatura, desde luego, y el estilo no es en absoluto pretencioso, lo que se agradece. No hay críticas a una manera de escribir clara, sencilla, directa, ligera y muy correcta, o sea, escrito para ir al grano y contar cosas, que es lo que le interesaba al autor.

Como cada mes, tenéis otras opiniones sobre este mismo libro en La mesa cero del Blasco, Delenda est Carthago, La originalidad perdida y en el blog de Bichejo. Buena lectura y hasta el día 1, en el que hablaremos de Vestido de novia, un libro de Pierre Lemaitre.

 

La fiesta de la insignificancia, de Milan Kundera

AND837 LA FIESTA DE LA INSIGNIFICANCIA.qxd:AND676 GUERRA EN LA FHoy día 1 de agosto, primero de mes y post de libro al canto. Este año 2015 parecíamos abonados a libros insufribles, novelas de ínfima calidad, auténticos bodrios infames, porquerías pretenciosas y, por fin, este mes de julio, la literatura. Un libro que te hace pensar, que está bien escrito, en el que se reconoce la calidad y el oficio. En fin, no es lo mejor que he leído en mi vida, ni siquiera lo mejor que he leído de este hombre, pero la comparación con el horror de meses anteriores no tiene color.

Decía el otro día ND en la grabación del podcast que Milan Kundera terminará recibiendo el premio nobel. Y yo estoy de acuerdo en que se lo darán, en uno de esos años en los que no toque premiar a uno de esos escritores extravagantes que no ha leído ni Pepe (siendo Pepe usted o yo, o sea, cualquiera). Lo que he leído de este hombre me ha gustado mucho, aunque su obra más conocida, La insoportable levedad del ser, tiene un título que me da mucha pereza, y creo que lo dejaré para cuando me jubile. El libro de los amores ridículos es una pequeña colección de historias que recuerdo divertidas y La despedida me pareció un gran libro. Este que nos ha tocado leer este mes, La fiesta de la insignificancia, me ha parecido un libro interesante, un libro que juega con el lector y que le hace reflexionar. Reflexionar sobre la insignificancia y su aparente inutilidad frente a su contrario, que sería la importancia, el ser, sentirse o parecer importante, aquello que tiene que ver con el poder, la vanidad o el interés.

La insignificancia, una cualidad que se desprecia, un rasgo del que se tiende a escapar, y que sin embargo puede ser bello e incluso útil. En algunos casos, utilísimo, si se toma conciencia de ello y se sabe aprovechar, pero devastador y obsesionante si se sufre y se lleva encima como el que porta una losa. El que pasa por la vida sin que nadie repare en él puede ser premiado porque no molesta, porque no compite, porque no estorba, porque carece de la importancia que los demás dan a asuntos inútiles en sí mismos, pero que necesitan para sentir que están en el mundo.

Y así, el camarero que se hace pasar por extranjero y se inventa una lengua extranjera que ni siquiera él entiende pero que le aporta el exotismo necesario para dejarse ver, o el que simula una enfermedad que no tiene, o el que habla sin parar para enamorar a las mujeres y las pierde sin remedio, o el que se niega a pedir perdón para evitar parecer debil, todos ellos sufren de insignificancia aunque la disimulen, igual que sufre el que no lo puede disimular. Y en el otro lado, personajes que viven de su insignificancia y que consideran el brillo una inutilidad, algo nocivo y que salen adelante precisamente apoyándose en la ventaja de vivir escondidos, como a rebufo de la vida.

El libro es corto y es ligero, no se hace nada pesado. Eso sí, si esperan una novela con planteamiento, nudo y desenlace, búsquense otro libro. En éste, el autor se sitúa en medio de un grupo de personajes relacionados entre sí, coloca una cámara y nos va contando lo que les sucede pero sin que la historia nos lleve a ningún sitio en concreto. De pronto empieza y de pronto acaba, de una manera un poco rara, pero para mí que Kundera lo que quiere es juguetear con la contradicción, y mostrarnos cómo cuanto más te alejas de lo insignificante, más te acercas a la mentira.

Como cada mes, encontrarán otras opiniones sobre este mismo libro en La mesa cero del Blasco, Delenda est Carthago, La originalidad perdida y en el blog de Bichejo. Tengo para mí que yo voy a ser la más positiva, pero ya estamos acostumbrados a no ponernos de acuerdo con las valoraciones de los libros que leemos. En fin, lean todas las opiniones y luego hagan lo que les parezca mejor. Yo se lo recomiendo y luego ustedeshacen lo que les parece, que para eso son libres y además estarán, seguramente, de vacaciones.